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Las Personas Maravillosas

¿Cuántas personas conocemos a lo largo de nuestra vida? ¿Cuántas entran y salen de nuestra memoria como briznas de polvo solar que se cuelan por la persiana? Penetran, fulguran y, al final, desaparecen. Yo ya he perdido la cuenta.

Cuando conocemos a alguien por primera vez, un cronómetro invisible se activa y no para de sumar segundos durante todo el tiempo que nuestros cuerpos, nuestras voces, permanecen junto a esa persona. En el instante en que dejamos de tener ese contacto, el reloj se detiene y solo vuelve a iniciar su cuenta cuando volvemos a activar el vínculo.

Hay personas efímeras: tan pronto el cronómetro comienza su cuenta, este ya ha vuelto a su quietud. Otras hacen que el reloj esté en constante funcionamiento. Y hay otras que suman segundos de una forma continua durante un breve lapso de tiempo para, de pronto, detenerse.

Esas son las personas que conocemos en los viajes.

“Viajar es nacer y morir a cada instante” dijo Victor Hugo. Los lugares nacen y mueren a nuestros ojos y nuestra memoria en menos de lo que dura un parpadeo. Lo mismo sucede con las personas. Como si de efímeros funerales se tratase, a algunas de esas almas con las que nos cruzamos ya no volveremos a verlas nunca más en nuestra vida.

Pero entre todas ellas hay algunas, solo algunas, que son realmente especiales, que sobreviven al fusilamiento selectivo que hace nuestra memoria. Esas son las Personas Maravillosas.

Viajar provoca una metamorfosis en el viajero: todo lo que nunca te atreverías a decir a un extraño en tu ciudad se convierte en necesidad durante tu periplo. Quizá sea porque los viajes hacen que conectemos con una parte muy íntima, ligada a nuestra esencia humana o quizá porque nos encontramos más libres para poder abrir nuestras emociones. En cualquier caso, lo importante es que dentro de nosotros duerme un temblor y, al ponernos en ruta, se convierte en vendaval.

Hoy voy a escribir con ese vendaval entre mis dedos, dedicándole este extraño artículo a ellos, a los que sobreviven, a los que sobrevivirán: a mi Gente Maravillosa.

Cierro los ojos.

Me encuentro en mi casa, sentado en un viejo balancín que emite un pequeño gemido cada vez que lo impulso con mi cuerpo.

Tengo tantas décadas sobre mis espaldas como arrugas cubriendo mi piel, cada una con una historia oculta entre sus pliegues. Mi corazón se encuentra en fase regresiva y, aunque siento que aún le queda cuerda, soy consciente de que, tarde o temprano, todo el mundo comienza a descontar latidos.

Frente a mí, sobre la mesa, está mi viejo globo terráqueo color ocre decimonónico que alguien me regaló cuando era solo un crío. Lo miro, recorro sus letras, sus colores, sus fronteras, en un gesto tantas y tantas veces repetido. Es muy fácil viajar con la mirada, traspasar fronteras con un simple movimiento de pupilas.


 
 
 

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