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De safari en Tanzania: Parque Nacional Tarangire

Deben ser cerca de las siete de la tarde. La luz se va volviendo tenue de a poco y aunque arriba del auto somos al menos tres personas más de las permitidas, por el vidrio de adelante logro adivinar un sol rosado que va calando el horizonte. Hace minutos que entramos en Tanzania, y aunque el ritmo de esta frontera se parece mucho al de las demás, hay un apuro propio de final de día que hace que los vehículos se llenen rápido (y mucho). Viajamos bajito cerca del asfalto por el peso propio de la sobre carga, pero creo que además vamos despacio por algo que tiene que ver más con el conductor y su ritmo interno que por normas de seguridad. Quedan unos cuántos kilómetros hasta Arusha, y mientras me enrosco como puedo con mi mochila entre las piernas, me pregunto si de verdad esto fue mejor idea que apostar a un último camión que nos llevara a dedo hasta la ciudad. De repente, el taxista pega una frenada abrupta. Lo que sea que haya sido lo ha tomado por sorpresa, porque el hombre emite sonidos tartamudos que no llego a entender, y extiende el brazo hacia adelante, señalando el horizonte. En mi pose inconveniente me abro paso entre otras cabezas y entonces las veo. No muchos metros más adelante, tres jirafas cruzan la ruta galopando en cámara lenta, y todos los pasajeros del taxi compartido, chofer incluido, quedamos en consternación.

No recuerdo precisamente el dolor del cuerpo incómodo, ni las caras de mis compañeros de viaje, ni el momento en que me sellaron el pasaporte en la frontera. Lo que marcó mi llegada a Tanzania, la primera imagen de mis recuerdos en el país, (esa que siempre digo que es la más importante y no se olvida nunca) fue esa: la de las jirafas en plena ruta nacional. Lo tomé como un presagio. Estábamos yendo al país vecino en el momento planeado (según nuestro calendario de Argentina) pero mucho antes de lo que el ritmo del viaje nos iba guiando. Teníamos, de todos modos, una buena razón para hacer una pausa de Kenia y apurar las cosas: nos íbamos de safari en Tanzania.

Eso que todo el mundo viene a hacer a África era para nosotros una novedad. Habíamos tenido ya nuestro primer encuentro cercano con animales en Kenia, pero todavía nos faltaba experimentar esa sensación de pasar varios días a bordo de un jeep sin hacer otra cosa que seguir el ritmo de la naturaleza, buscar animales en libertad, de ver esa otra cara del continente lejos de los tumultos de gente y más cerca de todo lo primordial. La sola idea del safari me ponía la piel de gallina.

El punto de partida fue la misma ciudad de Arusha. Allí no encontramos al día siguiente con Emile, quien sería nuestro guía, y con nuestros compañeros de ruta: Anna y Eddie, una pareja de viajeros madrileños, e Isaac, catalán que viajaba solo. Tanto hispanohablante a bordo del vehículo no era casualidad: habíamos decidido viajar con Udare porque además de los proyectos comunitarios en los que participan, están enfocados al público español y todos sus guías manejan muy bien el idioma. Con ellos vamos a compartir seis días de viaje, en donde visitaremos parques nacionales y comunidades locales. El plan es acampar dentro o en zonas aledañas a los parques, para estar lo más cerca de la naturaleza posible.

Camino a Tarangire, de safari en Tanzania, nos encontramos con pobladores masai y su ganado.

Tarangire es nuestro primer objetivo. El parque nacional ─ que es el sexto más grande de Tanzania─ abarca unos 2850 km2, y es famoso por sus colonias de elefantes y por la gran cantidad de baobabs. Sin embargo, por su cercanía con Serengueti y con Ngorongoro, dos gigantes a la hora de hablar de safaris, Tarangire queda un poco en segundo plano y muchos safaris lo excluyen de sus paseos. Suerte que el nuestro no fue de esos.

Así se ve Tarangire en temporada seca, la mejor para visitar el parque.

Ni bien ingresamos al parque nos invade una llanura amarilla de pastos secos y polvo que se levanta a medida que avanzamos. Estamos en temporada seca, y las pocas fuentes de agua son un concierto viviente: allá, a pocos metros del vehículo, una manada de cebras se mete en el agua hasta la altura de la panza e inclina la cabeza para saciar su sed. No están solas, junto a ellas hay otra manada numerosa. Son los ñus, unos animales que por (in)justos motivos estéticos han sido dejados de lado de la industria marketinera de la vida salvaje en África. No hay ñus en las películas de Disney, ni en camisetas, ni en peluches, ni en calcomanías publicitarias. “Son los Frankestein de la naturaleza”, me dice Emile riéndose con esa risa tanzana de picardía e inocencia.

Y es que la fantasía popular cree que a los ñus Dios los hizo con los retazos que le quedaron de los demás animales: cola de caballo, cuerpo de antílope y cabeza de búfalo, además de algunas rayas como las de las cebras que se ven cuando su pelaje gris se pone con el sol. Emile, agrega entre risas “son tan feos que hay gente que ni siquiera les saca fotos”. Si bien es cierto que los ñus no son lo que se dice bonitos, yo disparo con mi cámara igual. No sé si me da pena tanto bullying animal, o si es que, a pensar de su aspecto tosco, este animal me parece hermoso desde su rareza.

Emile luego nos explica algo maravilloso. Los ñus son ciegos (sí, otro chiste sobre por qué no les cuesta encontrar pareja), pero tienen muy buen oído. Las cebras, por su parte, tienen una vista agraciada, pero no pueden escuchar demasiado. Los dos comparten predador. La ecuación, entonces, es simple: ahí donde hay cebras también hay ñus. Si una manada corre, la otra la sigue, porque quiere decir que sabe que el predador está cerca, y lo sabe gracias al sentido que al otro le falta.

El jeep avanza. A esta altura ya aprendimos la primera lección básica: para hacer un safari hay que sacarse los zapatos. Hasta ahora, no había tomado en cuenta la importancia del vehículo en esta expedición. Lo había pensado más bien como lo que es: un medio de transporte. Sin embargo, para hacer un safari, contar con un buen auto es esencial. El nuestro, además de tener el techo desplegable (lo que nos permite subirnos a los asientos a sacar mejores fotos cuando vemos un animal a los lejos) tiene lugar suficiente para llevarnos a nosotros cinco, el chofer, el cocinero, y todo el equipo de camping y equipajes. Eso, sin contar que además tiene espacio para guardar cosas en el respaldar de cada asiento y enchufes para cargar las baterías de cámaras y celulares (lo que es fundamental, porque no todos los campings tienen energía las 24 horas, y con tanto que ver, no hay aparato que resista).

 
 
 

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